Eres la niña que disfraza con pregunta un imperativo.
-¿Jugamos?
-¿A qué?
Y nombras tu juego mordiéndote el pulgar
con una inocencia impostada.
Como si fueras a aceptar otra propuesta,
como si fueras a aceptar tranquilamente
un no por respuesta.
Quieres que todos se vuelvan locos.
Quieres que atiendan a una locura concreta:
la tuya.
Quieres que te sigan en tu locura
porque te parece un juego muy divertido.
Y él lo sabe, te mira jugar y elige jugar solo.
Elige sus chapas,
su gol,
su cromo repetido.
Mientras tú te miras en el espejo otra vez.
El sueño eterno. Eso es lo que pretendes.
Que te miren infinitamente,
incluso cuando ya no quieren mirar.
Sales a escena con letreros luminosos
y guardas todo lo que no quieres ver
porque dices que no queda bonito.
Porque subiste a lo más alto con tus conclusiones.
Pensaste que la calma era el final del camino.
Pensaste que ya habías alcanzado todas las respuestas.
Vas a tener que cambiar la miel por el barro.
Vas a tener que ensuciarte el pelo otra vez.
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