I
Al abandonar Gran Vía no saca pañuelo ni se seca los ojos. Se coloca el bolso en el hombro, se pone de pie y se ordena la falda frente a la puerta.
En el cristal escurre su última lágrima y espera pacientemente a que alguien, del otro lado, pulse el botón de apertura.
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II
Él es el que habla. A ella le da vergüenza hablar. Ella sólo pide con un gesto de plástico en la mano mientras él toca el acordeón.
Él toca, suave, una música que desprende una alegría tranquila.
Ella te mira a los ojos y te dice gracias muy bajito y sonriendo.
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III
Él sabía que la música no salía de su violín tal como él la escuchaba en su cabeza.
Ella sabía que aquella melodía era más un lamento que una canción.
Él pedía dinero al final de cada pieza. Tenía ropa, casa y comida. Sólo una de sus necesidades básicas no estaba cubierta.
Ella echó unas monedas y deseó que le echaran muchas más.
Desde aquel día, ella entra en el metro soñando encontrarle con un nuevo violín
y él sueña con dejar de ser "el violinista desafinado".
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IV
Baila como si nadie la estuviera mirando, pero da la espalda
al vagón para reflejar su movimiento en el cristal de la puerta.
Clava sus ojos en esos otros ojos suyos reflejados y se deja
llevar por la música. Agarra la barra amarilla y marca el ritmo con el anillo
de plata. Luego la música se le va al resto del cuerpo: se le escapan los pies
y no lo puede evitar. Es que no lo quiere evitar.
Se le mueve la música en una sonrisa y tararea. Y entonces
sigue: canta, ríe, baila… como si nadie la estuviera mirando.
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VElla lo mira por encima del hombro.
A él le bailan las letras ante sus ojos.
Ella ve las palabras ocultas como si alguien las hubiera subrayado.
Él aprieta los labios, mueve el boli entre los dedos, impaciente: no consigue sacarlas de su escondite.
Ella intenta contenerse, se muerde la lengua, mira para otro lado, pero no puede:
-Está ahí.
Ella señala la palabra con el dedo.
Él la marca, la acorrala con la tinta y se pregunta si debería mostrarse agradecido. Se debate entre la trinchera y la apertura.
Se lo dice:
-Gracias.
Y se gira ligeramente para invitarla a entrar, para que deje de mirar por encima del hombro.
Ella continúa descubriendo palabras ante la mirada bloqueada de él que piensa que, al fin y al cabo, ese libro tiene muchas páginas y prefiere que esa sopa de letras sea para dos.
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